Llevamos años escuchando, de boca de los presidentes estadounidenses, la cantinela del «Make America Great Again». Pero lo que no todo el mundo sabe es que allí, un excéntrico líder –y no es Trump– se propuso en los 90 recuperar el esplendor de un imperio mucho más grandioso.
Ser la tierra de las oportunidades tiene sus ventajas. Durante siglos, Norteamérica ha sido lugar de recepción de miles de personas que han abandonado sus lugares de origen en busca de una vida mejor –cosa que no siempre encontraron. Pero cuando todo es posible, también hay margen para los proyectos disparatados.
Esta historia, que parece sacada de un libro de ciencia ficción, comienza con Dwight York, un personaje de aúpa. Sobre su biografía hay mucha nebulosa, como corresponde a todo líder de masas. Pero una cosa es incuestionable, y es que este señor es el ideólogo del nuwaubanismo.
Se trata de una secta religiosa con unos principios tan altisonantes, que por momentos dan miedo y por momentos dan risa. Lo que más miedo da es que sus seguidores defienden la supremacía racial negra y consideran al resto genéticamente inferiores. De hecho, según la mitología nuwaubaniana, los blancos fueron creados para ser esclavos –¡Chúpate esa, Occidente!.
Por contra, los negros descienden de extraterrestres cuya piel, en origen verde, se tornó tizón al entrar en contacto con la atmósfera de la Tierra milenios atrás. Aquí es donde comienza la risa. Como tantas otras sectas y corrientes ocultistas, los nuwaubanianos defienden el origen extraterrestre de la humanidad, y no hacen ascos al shaverismo (creencia en un submundo de humanoides en las alcantarillas de las ciudades), al movimiento rastafari o al mito de la Atlántida.
Sí, lo sé. No hay por dónde cogerlo. Pero la cosa funcionó, y en los años 90 la comunidad nuwaubaniana decidió adquirir unos terrenos en Eatonton, Georgia –la estadounidense–, para instalarse y materializar su utopía. Tocaba entonces decidir qué aspecto tendría el nuevo asentamiento. ¿Cómo maridar la supremacía negra con algo de Islam, con la Atlántida y con la ufología?
Pues blanco y en botella. Como siempre, Egipto es la civilización comodín, en especial para todo aquello que tenga que ver con lo esotérico. Así que Dwight York y los suyos se pusieron manos a la obra y levantaron un pueblo inspirado en un Antiguo Egipto low cost, más próximo a una discoteca de la Ruta del Bakalao que a Luxor.
Tama-Re –así lo bautizaron– contaba con sus pirámides, sus esfinges, sus palmeras artificiales. Incluso con un club nocturno ilegal, el Ramsés Dance Club, que acabó clausurado por la policía. Toda una fantasía milenaria en el rural norteamericano, que pretendía afirmar las raíces africanas del movimiento –no entraré en detalles, pero los nuwaubanianos consideran a los indios nativos Yamassee, de Georgia, originarios del Valle del Nilo.
Allí, como un neo-faraón, ejercía su poder absoluto Dwight York, presentado a sí mismo como una divinidad viviente, hijo de un príncipe sudanés y de una madre egipcia –aunque él es más de Boston que las alubias al horno. A menudo aparecía enfundado en ropajes egipcios y empuñando símbolos faraónicos.
Habréis notado que lo describo en pasado. Lo cierto es que el sueño egipcio del nuwaubanismo se esfumó hace más de una década, con la condena de Dwight York a 135 años de prisión por abusos a menores y otras lindezas. El terreno fue vendido, las máquinas entraron y el decorado egipcio cayó en cuestión de minutos, como una falla. Eso sí, solo físicamente, porque la comunidad sigue activa, venerando a un líder ahora convertido en mártir.
Total, que dejando de lado los delirios de grandeza de un pervertido, la experiencia del nuwaubanismo y Tama-Re son una buena muestra del papel del pasado en la legitimación de los proyectos más inverosímiles de nuestro tiempo. Esta vez con la voluntad de hacer «great again» a un Antiguo Egipto que, al final, acabó convirtiéndose en una neo-ruina.