Acropolis Shopping Center

El centro comercial. Esa gran Meca del ocio de fin de semana. El más certero de los inventos de la modernidad, capaz de satisfacer como nadie las necesidades de la sociedad del consumo.

Desde las pandillas de adolescentes desbordados de hormonas en busca de su dosis de fastfood, pasando por las familias a las que el centro comercial les soluciona la papeleta de los sábados por la tarde, hasta llegar a los grupos de pensionistas que van a tomarse el Bitter Kas en una de sus terrazas. Todos, y digo absolutamente todos, encuentran allí su sitio.

La fórmula ha triunfado alrededor del mundo. El centro comercial es como una especie de territorio franco: aunque estés en un país extraño, sabes reconocerlo y te sientes seguro entre sus muros. Así funciona la globalización. Lo que nadie podía imaginar es que el modelo acabaría también triunfando en los museos. Porque, creedme, ha ocurrido.

Hace un par de meses viajé a Atenas. En la lista de cosas pendientes estaba visitar el nuevo Museo de la Acrópolis, así que aprovechando que el día se había levantado tontorrón, decidí, como tantos otros miles de turistas, visitarlo. Y la verdad, aunque esto no vaya a gustar a muchos arqueólogos y fanáticos de lo griego, fue una gran decepción. Desde el momento en que llegas a las puertas del enorme edificio, parece como si estuvieras entrando en un gran centro comercial. Muy exclusivo, sí; pero centro comercial al fin y al cabo.

En primer lugar, las colas. Parecía el arranque de los Ocho Días de Oro de El Corte Inglés. O peor aún: un Black Friday cualquiera en los Estados Unidos, con gente deseosa de hacerse con uno de los preciados ítems a precio de saldo.

Habrá quien diga que es bueno que haya colas en los museos, y no querría yo pecar de ceniza, pero… cuando la gente entra en exclusiva para pasear y hacerse algún que otro selfie, ¿realmente el museo está cumpliendo su función? ¿Es el destino de los museos arqueológicos servir como escenario para subir fotos a Instagram?

Una vez dentro del museo, te recibe un gran corredor. A ambos lados hay grandes vitrinas con varios estantes repletos de objetos procedentes de las laderas de la Acrópolis. Ahora, que apáñatelas si quieres ver los de la parte más alta… Es como si al museo lo que más le interesase fuese deslumbrar, abarrotarlo todo con piezas llamativas para dejarte con la boca abierta y animarte a continuar caminando sin pausa hasta llegar al verdadero meollo. Vamos, como en los escaparates de las tiendas. Así lo hice yo, esperanzada. Eso sí, la arquitectura fría y gris seguía haciendo pensar en los centros comerciales. Y las escaleras mecánicas no ayudaban mucho a disipar la idea.

Entrada al Museo de la Acrópolis

¿Sabéis eso de entrar a una tienda e ir de perchero en perchero tocando por encima la ropa pero sin mirar nada en concreto, de tantas cosas que hay? Pues esa misma sensación se tiene al caminar por la sala de escultura arcaica. Piezas impresionantes por todas partes, pero tantas y por tantos sitios… que es imposible abarcarlas. Además, las explicaciones brillan por su ausencia. Solo había cartelas que, como viene siendo habitual, dicen más bien poco. La gente simplemente deambula de un lado a otro, impresionada, a la espera del siguiente reclamo… EL RECLAMO, en mayúsculas, que no tarda en aparecer.

De shopping entre kuroi y korai arcaicas

Ahí, a la vuelta de la esquina, está la sala del Erecteion y las piezas más emblemáticas del museo: las Cariátides. Sin intención alguna de menospreciar estas obras maestras de la historia universal, las Cariátides son al Museo de la Acrópolis lo que Primark es a los centros comerciales: el lugar más abarrotado al que los consumidores siempre quieren ir por su rentabilidad. Económica en el caso de los centros comerciales, y social –calibrada en número de interacciones en las RRSS– en el de los museos. Porque… ¿quién se va a resistir a darle un like a un contacto que se ha fotografiado con unas esculturas mundialmente conocidas? Y no digamos si lleva un hashtag y una buena localización en Instagram. Igualito que en los probadores de Primark, vaya. Solo que sin enseñar tanta carne. Que el patrimonio todavía impone (a veces) cierto respeto.

Recreación aproximada de la fiebre por las Cariátides

Por fin, en el último piso, están los famosos mármoles del Partenón. Pero antes de llegar hay una pequeña sala de proyecciones. Que los dioses me perdonen por lo literal de la comparación, pero ese lugar es un poco como los cines en los centros comerciales. A todo el mundo le gusta la idea de ir porque es un poco romántica, e incluso intelectualoide, pero a la hora de la verdad nadie se queda. Mejor ver la película en casa.

Y ¿qué decir de los mármoles? Debo reconocer que hay una cosa que me gusta mucho del nuevo museo, y es que juega con los vacíos: las piezas que faltan, entre ellas las que se conservan en el British Museum, están bien señaladas en el espacio. Una reivindicación en toda regla. Incluso a veces parece que estemos en un museo de las ausencias… Y es que el expolio dio mucho de sí. Pero bueno, al grano: esa sala, la del Partenón, es la que actúa como verdadero corazón del museo. Igual que esa tienda que te hace desplazarte hasta el centro comercial porque no puedes encontrarla en la ciudad. Y la miras de arriba a abajo, aunque te conozcas de sobra la colección.

Tras las visita, y sin posibilidad de hacer uso del restaurante ni de las varias tiendas de souvenirs del museo por lo desorbitado de los precios –en esto los centros comerciales son más democráticos–, me dio por pensar. ¿Había estado en un museo o en un centro comercial? Y una cosa me llevó a la otra: ¿será que al mismo tiempo que las grandes marcas se instalan en edificios históricos, los museos se van asimilando a los centros comerciales? ¿En qué acabará la metamorfosis?

Seguramente no tardaremos en saberlo.

Aprovechando los saldos del Museo de la Acrópolis