Asesinato en el baño

Existe una escena muy propia del cine de terror y suspense que todos tenemos bien presente: el asesinato en el baño. Tanto, que la hemos acabado interiorizando. ¿Quién no ha asomado alguna vez la cabecita temblorosa entre las cortinas de la ducha «por si acaso»?

La culpa, como ya sabéis, la tiene la legendaria secuencia de la película Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock, en la que Marion Crane es apuñalada sin contemplación mientras disfrutaba de una placentera ducha.

Además de estar muy bien hecha –dicen que tardaron siete días en filmarla y la tomaron desde ochenta ángulos distintos– la clave de su éxito radica en que conecta con algo muy cotidiano (vale, no para todo el mundo) que nos hace contemplar la posibilidad de que eso mismo nos acabe pasando a nosotros.

Aunque las películas de terror nos han hecho ver que en ningún rincón de la casa estamos a salvo, los cuartos de baño tienen un qué-se-yo que los hace más apetecibles. Primero, porque evocan algo muy íntimo tanto de la casa como de quien la habita, por el tipo de cosas que suceden en su interior (no entraremos en detalles). De hecho, si lo pensáis, cuando enseñáis vuestra casa a alguien por cortesía, el baño no siempre entra en el circuito, a no ser que tengáis un alicatado sensacional o un sanitario de última generación. Solo si el invitado tiene la necesidad de usarlo se dan las indicaciones pertinentes.

El baño de la película El Resplandor, ese que nunca querrías enseñar.

Pero el principal motivo por el que los cuartos de baño y, en particular, las duchas o bañeras son el escenario perfecto del crimen, es el clima de vulnerabilidad que generan. Ducharse o tomar el baño implica quedarse desnudo, que es el estado de indefensión por antonomasia, y moverse en un medio resbaladizo que da poco margen de maniobra, ya no solo para una respuesta física, sino también mental. Pensemos de nuevo en lo ensimismada que está Marion Crane bajo la alcachofa. Las víctimas de los asesinatos en el baño siempre reaccionan torpemente y al final casi que se resignan a dejarse matar.

Psicosis sentó un precedente y desde entonces han sido muchas las películas y series de televisión que se han sumado al carro. Está Pesadilla en Elm Street (1984), con la mano de Freddy emergiendo entre las piernas de Nancy en la bañera; Viernes 13: Capítulo Final (1984), con el ingenuo jovencito que canta en la ducha; o Aracnofobia (1990), en la que una adolescente sufre el ataque arácnido –vale, en este caso no muere– mientras se enjabona. Por cierto, las víctimas casi siempre son mujeres. ¿Tendrá algo que ver la sexualización aprovechando la excusa del baño?

Debéis saber, sin embargo, que ni Psicosis ni lo que vino después partieron de cero. Asesinatos en el baño los ha habido a lo largo y ancho de la historia. Probablemente uno de los más emblemáticos sea el de Marat, destacado líder de la Revolución Francesa, a manos de Charlotte Corday. El episodio fue magistralmente representado por el pintor Jacques-Louis David.

La muerte de Marat (1793) del pintor David.

Pero, como ocurre con el 90% de las cosas, el origen de una muerte tan conceptual hay que buscarlo en Grecia y su mitología. Todo empezó un poco antes de la Guerra de Troya. Las tropas griegas estaban congregadas en el puerto de Áulide, deseosas de partir cuanto antes para matar troyanos a cascoporro. Lo que no sabían es que la diosa Ártemis estaba cabreada con Agamenón (el líder de los griegos) y no iba a permitir bajo ningún concepto que se embarcaran, así que hizo que el mar quedase en calma absoluta, lo cual imposibilitaba la navegación.

Después de varios días en los que el ambiente se había caldeado en exceso, los sacerdotes le hicieron saber a Agamenón que solo conseguiría contentar a la diosa si hacía un sacrificio especial: la víctima debía ser, ni más ni menos, que su propia hija. Al líder griego, que le tiraba más la ambición de poder que los asuntos familiares, aceptó, y la pobre Ifigenia fue llevada mediante engaños al altar de sacrificio. Y a la que llegó… ¡Zas! (para vuestra tranquilidad os diré que Ártemis hizo un cambiazo de última hora que nadie percibió).

Ifigenia llevada en volandas al sacrificio, según un fresco pompeyano del s. I d. C.

Podéis imaginar el berrinche que se pilló Clitemnestra, la madre de la criatura, quien nunca olvidaría la crueldad de su esposo. Dice la sabiduría popular que la venganza es un plato que se sirve frío. Y tan frío: pasaron diez años –los que duró la guerra– hasta que Agamenón volvió a casa. Mientras tanto, Clitemnestra se había buscando un amante, el primo del rey (¿eran o no telenoveleros los antiguos griegos?).

Al difundirse las noticias del regreso, la esposa y su amante urdieron el plan: ella recibiría a su marido con los encantos que le correspondían como «señora de», pero a la primera de cambio acabarían con él. ¿Os imagináis cuál fue el escenario del crimen?

Agamenón asesinado por Clitemnestra (a la derecha) y su amante (a la izquierda) en una cerámica griega del s. V a. C.

En efecto, el baño. [Música de suspense on]. Después de unos chapoteos, Agamenón se disponía a salir de la bañera. A pocos pasos le esperaba Clitemnestra con una maliciosa sonrisa y una túnica entre las manos. Pero no cualquier túnica, sino una que no tenía huecos para pasar ni los brazos ni la cabeza. Al tratar de ponérsela, el rey quedó atrapado y desorientado como un pez en una red de pescar. En ese momento los tortolitos aprovecharon para asestarle el golpe de gracia: él con una espada y ella con un hacha.

Imaginaréis que la trama no acaba ahí. Pero eso ya es otro cantar…

Ya veis, una vez más los griegos marcándose un tanto: fueron los primeros en atribuir el valor narrativo al asesinato en el baño. ¡Chúpate esa, Paramount Pictures!