Netflix acaba de emitir un nuevo concurso de cocina. Nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, hay algo en él que remite a tiempos muy, pero que muy, lejanos…
Hablemos con sinceridad: Netflix es la principal suministradora de mandanga del siglo XXI. Su menú principal nos brinda la oportunidad de conocer los entresijos de la vida de las Kardashian, descubrir el fabuloso mundo Drag Queen, deleitarse con las excentricidades de las ricachonas de Beverly Hills, e incluso observar el comportamiento humano en situaciones de abstinencia en una isla paradisíaca. Podría decirse que Netflix es la Biblioteca de Alejandría de la trash TV.
Una de las apuestas recurrentes de esta multinacional del entretenimiento son los programas de cocina. En la programación hay multitud de documentales sobre gastronomía, ya sea de grandes chefs o de street food. También series de temática foodie. Y no faltan los concursos de cocina.
El último lanzamiento en este campo ha sido Crazy Delicious, traducido al castellano como Manjares Divinos. Pensaréis «¡Oh! De nuevo la interpretación española haciendo de las suyas». Pero en esta ocasión la traducción es incluso más acertada que la versión original. Os explicaré por qué.
Crazy Delicious no aporta grandes novedades al formato. Es un programa de cocina más, en el que los concursantes deben reinterpretar platos e ingredientes clásicos para sorprender al jurado. Pero donde sí hay un cambio es en la escenografía. Se acabaron los fríos platós y las carreras a contrarreloj en el supermercado de confianza; ahora los participantes están inmersos en un idílico jardín que les ofrece todo lo necesario. Por si aún lo dudabais, es una producción británica.
Lo cierto es que el concepto de jardín exuberante del que brotan los alimentos en abundancia, bebe de algunas tradiciones del pasado. Una de ellas es el Jardín del Edén, descrito en el Génesis como un pedazo de tierra en el que todo es hermoso y comestible –excepto los frutos del manzano, claro. Pero también recuerda a la Edad de Oro del mundo griego, aquel tiempo mítico en el que no existía el trabajo y bastaba con alargar la mano para conseguir los alimentos.
Hesíodo, uno de los autores clásicos que hablaron sobre ese tiempo perdido, describe así el modo de vida de aquellos afortunados:
«Igual que dioses vivían, con el corazón libre de cuidados, lejos y a salvo de penas y aflicción. (…) Se gozaban en festines, exentos de todos los males. Morían como vencidos del sueño. Bienes de toda índole estaban a su alcance: la fecunda tierra, por sí sola, producía rica y copiosa cosecha: ellos, contentos y tranquilos, vivían de sus campos entre bienes sin tasa».
El plató de Crazy Delicious es algo a medio camino entre esto y la campiña inglesa. Hay árboles frutales, verduras y hortalizas, nidos con huevos… incluso animales vivos, tanto en su forma british (conejos y erizos) como exótica (loros) –no os alarméis: estos no forman parte del menú. Incluso algunas piezas del decorado son comestibles.
Pero todavía hay más. Los miembros del jurado son presentados como «los dioses» y a ellos corresponde juzgar la obra de los mortales, quienes deben preparar manjares que sean de su gusto. Es entre divertido e inquietante que los concursantes digan, mientras cocinan, cosas del tipo «les voy a ofrecer a los dioses un plato único» o «servir pollo con patatas a los dioses es atrevido». Entre tanto, la presentadora coquetea con una estatua clásica, de nombre Giovanni.
Para hacer justicia a su cargo, el jurado va vestido de blanco y habita en una zona sobreelevada del plató. Una especie de templete envuelto en brumas y vegetación que hace pensar en el Olimpo. Cuando llega la hora del veredicto final, se desata la tormenta y los dioses descienden para otorgar al vencedor el ansiado premio: una manzana de oro. Como la que Paris concedió a la más sugerente entre las tres grandes diosas, Hera, Afrodita y Atenea. Casualidades del destino, los participantes del concurso son siempre tres.
En definitiva, Crazy Delicious –¿o deberíamos decir Manjares Divinos?– es un ejemplo más de cómo la industria del entretenimiento se alimenta de referentes del pasado para transmitir determinadas ideas y reforzar significados. En este caso, se recuperan algunos tópicos del mundo grecorromano, tan asociado al deleite y al buen vivir. Por algo se dice que cuando algo es verdaderamente delicioso, sabe a néctar y ambrosía: los ingredientes irrenunciables del festín de los dioses.