Un picadero llamado Pompeya

Reconozcámoslo. Todos lo hemos hecho alguna vez. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

¿De verdad alguien de vosotros puede decir que nunca se ha hecho una foto imitando la cara o la postura de alguna indefensa obra de arte u objeto arqueológico? El ser humano parece tener un innato interés por la imitación. En especial por la imitación socarrona, y sobre todo cuando el sujeto imitado no tiene capacidad de responder a la burla con un buen porrazo. Como el patrimonio. ¿Cuántas situaciones bochornosas habrán tenido que soportar nuestros BICs, BRLs y patrimonios de la humanidad?

Hay quien, además de imitar postura, decide ir conjuntada con los estampados de las esculturas de los templos de Bangkok.

A esto se le llama dar en el clavo.

En realidad, la imitación solo tiene lugar cuando lo imitable es una representación con forma humana o animal. Porque para los grandes bloques de piedra amorfos existen variantes propias, como la de hacer creer que estás levantando el enrome pedrusco con tu fuerza descomunal. O la de jugar con las perspectivas para aparentar que sujetas con la mano o con un dedo un monumento reconocible. Sí. Sonreís porque también lo habéis hecho. No tratéis de engañaros.

Levantar piedras, un clásico en monumentos megalíticos como el de Avebury.

No solo la Torre de Pisa vive de las perspectivas.

Aparte, por supuesto, de muchas otras variantes que ponen de manifiesto la infinita creatividad de la gente para interactuar con el pasado. El fenómeno, además, se ha multiplicado a raíz del boom de los smartphones y de las redes sociales del autobombo. No hay patrimonio, material o inmaterial, al que se le resista un buen selfie.

La esfinge de Guiza como objetivo de todo tipo de vejaciones turísticas.

Selfies en Stonehenge.

Basta con echar un vistazo a Instagram para darse cuenta de que los restos arqueológicos y el patrimonio en general se han convertido en objeto de deseo de las vidas de semi-ficción de muchas personas. El patrimonio como escenario, alternado con buenas dosis de morritos y ramalazos foodies, es el aderezo ideal para representar unas historias de vida envidiables. La pregunta clave es: ¿por qué?

Hay que reconocer que, echando la vista atrás, las fotografías de los primeros turistas de finales del siglo XIX y principios del XX eran muy bonitas pero bastante aburridas.

Todo era muy solemne, muy rígido, como el propio disfrute del patrimonio, que estaba reservado a unos pocos. Sí: el turismo, eso que muchas veces asociamos a domingueros y griterío, fue en su momento una actividad elitista. Sin embargo, las cosas fueron cambiando a lo largo del siglo XX, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, y a finales de siglo se hablaba ya de una auténtica «democratización» de las vacaciones y del turismo (fundamentalmente en el mundo occidental). Si al tiempo libre sumamos mayor educación y un compromiso de las administraciones con la cultura, entendemos que el turismo cultural haya vivido un auténtico boom en las últimas décadas, hasta el punto que el patrimonio se ha convertido en algo cotidiano. Y esto precisamente explica su aparición en las redes sociales, así como las libertades que nos tomamos al acercarnos a los monumentos de manera divertida, haciendo bromas y, sobre todo, imitando posturas.

Ahora bien, las cosas hay que decirlas por su nombre y algunas personas se encabezonan en llevar la imitación al extremo… hasta que la cosa acaba yéndose de las manos. Esto es lo que ocurrió hace poco más de un año en Pompeya, cuando tres turistas fueron detenidos por intentar tener sexo en el yacimiento. Como bien sabéis –y, si no, es buen momento para aprenderlo– entre las sorpresas de Pompeya hay un repertorio de escenas sexuales de lo más explícitas pintadas sobre los muros de algunos edificios.

Donde caben dos caben tres. Termas Suburbanas de Pompeya.

La cuestión es que los susodichos turistas (un francés y dos italianas), no contentos con contemplar las escenas de algunos frescos pompeyanos –léase el doble sentido–, decidieron tomarse la imitación de la manera más literal posible y experimentar de primera mano el sexo a la romana, entre muro y muro. Para su desgracia, según recogieron los medios, fueron descubiertos en los prolegómenos y no pudieron consumar su fantasía. Pero, ni cortos ni perezosos, reconocieron que volverían a intentarlo en el futuro.

Sin duda, una manera singular de interactuar con el pasado y el patrimonio que no deja de ser un ejemplo más de los anhelos de una sociedad en la que lo que cuenta ya no es tanto lo material como la experiencia. Quizá, y teniendo en cuenta el estado en que se encuentra Pompeya, las autoridades deberían plantearse la posibilidad de convertir el yacimiento en un picadero patrimonial para incrementar los ingresos e invertir en trabajos de restauración. Eso sí sería una experiencia patrimonial innovadora.

Pero, siendo realistas, lo más cercano que van a estar estas tres personas de tener sexo a la romana es yendo a un puticlub de inspiración clásica que, al parecer –y no lo digo por experiencia propia–, son bastantes.