Y yo con estos pelos

A principios de los años 90, a las chicas de Objetivo Birmania les preocupaba sobremanera que les fueran a buscar a casa de improviso y no tuvieran tiempo de arreglarse los pelos. Y no les culpo, porque, claro, ¿qué pensarían de ellas si apareciesen en la fiesta hechas unas neandertalas?

«Un minuto más», imploraban con ojos suplicantes como si no hubiese un mañana. «Puedes sentarte a ver la televisión mientras busco un vestido para la ocasión» era la estratagema última para poder arañar unos segundos más, aún conscientes de que estaban jugando con fuego: «Mi amor, no te impacientes por favor», decían, porque al final iban a ser las más guapas de la fiesta.

Sin entrar al detalle de la machirulada de la letra, el hit de Objetivo Birmania no se anduvo con muchos rodeos para transmitir una valiosa moraleja: no peinarse es de feas. Obvio. ¿Cómo defender un look despeinado, incluso cuidadosamente despeinado, cuando por aquel entonces todo el mundo nadaba en un océano de glitter, gomina, trenzas, pinzas y mechas?

Pero no penséis que la demonización del despeinaje –¿acabo de inventar una palabra súper útil?– es un capricho de la estética de finales de los ochenta y principios de los noventa. Ni hablar del peluquín. Llevamos siglos pensando que no peinarse es sinónimo de ser salvaje, de estar al margen de la civilización. Un prejuicio que nos encanta aplicar a toda la historia de la humanidad. Y, como siempre, el pato lo paga la prehistoria.

¿No os habéis fijado? Da igual que sean películas, novelas, videojuegos o libros de texto escolares. Nunca falla: las gentes de la prehistoria, en particular las del paleolítico, son greñudas e ingenuas. Algo así como si los Modern Talking y los Nox del universo Stargate hubiesen quedado para arreglarse juntas.

Melenas imposibles en ‘En busca del fuego’, 1981.

Un ejemplar de Modern Talking.

Un ejemplar de Nox.

Ellos, pobres prehistóricos, no tuvieron tanta suerte como las Birmania. Nadie les concedía ni un minuto más para poner un poco de orden en su alocada cabellera. La imagen que tenemos del paleolítico es la de un tiempo convulso, lleno de peligros, donde había poco margen para nimiedades como el vestido o el peinado. Ya tenían bastante con poder sobrevivir como para coserse un abrigo o hacerse unas trenzas.

Pelos alocados en el Paleolítico, según un libro de texto escolar.

Pero siento deciros que esa imagen descuidada, que tanto despierta vuestros instintos más básicos, parece estar lejos de la realidad. La arqueología ha aportado evidencias, como los restos de pigmentos, las conchas o las agujas de hueso para coser, que sugieren una atención al aspecto exterior. ¿De verdad pensáis que unas personas capaces de pintar esas maravillas rupestres irían hechas unos zorros? No, amigos y amigas. No. Al fin y al cabo, el peinado, como la vestimenta, son fundamentales para construir la identidad individual y colectiva.

Sin embargo, en nuestro imaginario colectivo ahí sigue, erre que erre, la creencia de que lo remoto es bárbaro y lo reciente es civilizado. Y lo más gracioso es que la manera en que desde el presente se representa el cabello de los pueblos prehistóricos e históricos, es fiel reflejo de esa concepción.

Así, de los despeluchados paleolíticos pronto se pasa a unos neolíticos que, además de domesticar plantas y animales, comienzan a domar sus melenas con coletas y cortes de pelo más escalonados. Aunque, eso sí, algún que otro mechón se escapa para recordarles que todavía no son tan civilizados como deberían.

La domesticación del pelo en el Neolítico, según el mismo libro de texto.

Luego, con Egipto y Mesopotamia, la cosa empieza a ponerse interesante, con cortes rectos y rayas al medio, que posteriormente siguen matizando los griegos con sus proporcionados bucles, para llegar, por fin, al mundo de las matronas romanas. ¡Oh, sí! ¡Esos tupés de rizos acaracolados! ¡Ese peinado estilo «rodajas de melón»!

A partir de ese momento, comienza el imparable proceso de fantasía capilar civilizatoria, jalonado de grandes hitos que nunca deberían perderse de vista: desde la opulencia romana altoimperial, pasando por la excentricidad versallesca, hasta llegar al incomprensible mundo del mullet.

Peinado alto-imperial de una mujer Flavia, s. I d. C.

La discreta princesa de Lamballe, 1778.

Andre Agassi y su legendario mullet, años 80.

Lo importante, en cualquier caso, es recordar la lección que nos ha dado este largo proceso llamado evolución humana y, en particular, Objetivo Birmania: si no queréis parecer unos/as cavernícolas cualesquiera… ¡Alzad! ¡Alzad sin miedo vuestros tupés!