¿Qué pensáis que ocurriría si en un mismo espacio se encontrasen, frente a frente, la picadura de la cobra gay y los superpoderes del rayo romanizador? ¿Acaso un conflicto al más puro estilo gallo rojo-gallo negro? ¿O una fantasía intergaláctica? No le deis más vueltas: yo, Piedra, estoy en condiciones de contároslo.
Cada año, la celebración del Día Internacional del Orgullo LGTBI –o LGBTIQ+, para ser más precisos–, se convierte en una de las citas clave a escala mundial para celebrar la diversidad y reivindicar la igualdad de las personas con orientaciones sexuales e identidades de género sujetas a algún tipo de opresión social.
En Roma, el Día del Orgullo 2019 –Il Pride, como le llaman ellos, tan fanses de los anglicismos– se celebró el pasado 8 de junio. Como buena reportera dicharachera, me dispuse a infiltrarme en la alegre comitiva con una pregunta en mente: ¿Era posible encontrar también allí alusiones al mundo romano antiguo? Como podréis imaginar, era casi una pregunta retórica.
Los primeros guiños vinieron del plano más institucional: los camiones patrocinados por entidades como los Eurogames (Campeonato Europeo Multideporte LGTBI), que se celebrará en Roma en julio, o la Universidad Americana de Roma, lucían logos del Coliseo en comunión con la bandera arco iris.


Pero la verdadera fantasía arqueológica no estaba teniendo lugar allí arriba, en la cima del lobby, sino a pie de calle. Y ahora pensadlo por un instante: ¿qué icono del mundo romano puede condensar, en una misma figura, la santísima trinidad del arquetipo gay? Es decir: estar cachas, enseñar carne y tener aire de sex symbol?
En efecto, el gladiador. Una figura que ha despertado curiosidad y admiración a lo largo de la historia por su carácter temerario, siempre al filo entre la vida y la muerte, y que en nuestro tiempo ha quedado estereotipada a través de películas como Espartaco (1960) o Gladiator (2000), protagonizadas por portentos amoldados a los gustos de cada década.
Figura atractiva, pues, por los referentes, pero también –para qué negarlo– porque da pie a utilizar arneses y todo tipo de complementos de cuero, muy propios de algunos sectores del Pride.
Dentro de la comunidad LGTBI, uno de los colectivos más dados a utilizar el pasado clásico como parte de su outfit es –ya lo sabemos por otros posts– el de las Drag Queens. No faltaron los Poseidones o Tritones con vestidos de espejitos brillantosos al más puro estilo trencadís de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de València.
Y, por supuesto, otros musts del clasicismo traído al siglo XXI, desde las túnicas sexys de diosas/ninfas/musas hasta complementos icónicos como la corona de laureles de los emperadores.


Por suerte, y quizá también por voluntad de los dioses todopoderosos, apareció alguna joyita en el camino, como el doble tatuaje con los bustos de Adriano y Antínoo, el emperador y su amante de renombrada belleza, cuyo tórrido amor fue retratado por Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano (1951).

Créditos: Fabrizio Federici.
Pero además del recurso a estos símbolos a título individual, es importante recalcar el valor que asumía el propio paisaje de la antigua Roma, ya que el tramo final del Pride se desarrolló entre el Coliseo y los Foros Imperiales. Así, un espacio que de normal está literalmente invadido por los turistas, incluso con presencia militar, se convertía por un día en el escenario de la lucha por la diversidad. La Roma Imperial volvía a ser para los romanos.
Lo que se saca en claro de todo esto es cómo una celebración de carácter global, homogeneizada en símbolos y referentes en todos los países donde se celebra, se vuelve algo más local introduciendo símbolos en los que los romanos se reconocen y, al mismo tiempo, por los que son reconocidos mundialmente: la Antigüedad. Porque, amigas, la romanización no acabó, ni mucho menos, con la caída del Imperio. Su sombra es larga.
Solo os diré que yo acabé la noche en una fiesta en la que me pareció ver, a pesar de la penumbra, una chica con casco de centuriona.